viernes, 15 de febrero de 2008

Dos formas de hacer el cine de Tim Burton

Porque miraba Sweeney Todd con franca pereza, con ese recelo que le tengo al fenómeno Tim Burton, lo mismo a sus películas tramposas por lo darketas e ingenuas, lo mismo a su fanaticada más ávida de estéticas que de historias. Y la cosa no mejoró cuando las canciones de Stephen Sondheim no me emocionaban, y peor cuando Elena Bonham Carter las cantaba sin demasiada convicción (su presentación como Mrs. Lovett matando cucarachas es de los momentos más desganados del cine que he visto en los últimos tiempos). Avanzaba la trama con la perezosa obligación de tener que cantar una nueva canción, mientras iba pensando que Burton en realidad es el Walt Disney de las últimas dos décadas, y que ya tendría personajes varios para montar su parque de diversiones Burtonlandia, con botargas de Jack, Edward Scissorhands y Betleejuice y los enanos de la fábrica de chocolates comandados por el sangronsísimo Charlie. En el gusto de acuñar epítetos odiosos, ya estaba formulando lo del Walt Disney darketo, y ya estaba esgrimiendo los argumentos para rebatir que el límite de Burton es su incapacidad para ser verdaderamente desgarrador por su necesidad de equipararse a las fórmulas visuales disneyanas, cuando los asesinatos rutinarios del principio fueron derivando en escenas con más sustancia: viene la muerte del Beadle Bamford, Lovett y Tobby tienen una apreciable escena amorosa en sepia, se va volviendo más incómoda de lo esperado la oscura mendiga que después se revelará como esposa de Benjamin Barker, y un poco por la sangre, y otro poco porque la paleta de colores por fin se atreve a deshacerse de los azules de El cadáver de la novia, la película va cuajando y en sus quince minutos finales logra hacer todo lo que prometió antes. Sweeney y Lovett bailan ensangrentados, con la amenaza del último asesinato del barbero, con el suelo regado de cadáveres, y uno se pregunta por qué no se quedó Burton con esta escena y desde ahí empezó de nuevo a filmar. Es cuando Burton funciona, cuando se permite delirar y se le olvida que debe cuidar el colorido de su mercadishing gótico. Un Burton más cercano a Wiene que a las penumbras artificiales de Scooby Doo. Y un Burton que le permite a Johnny Depp hacer lo que mejor sabe: extremar sus muecas hasta la insensatez y convertirlo en un payaso desquiciante que deambula entre la gracejada y la locura (o: cuando sea grande quiero ser Werner Krauss). Por supuesto que asumir esos riesgos son muchos, pero también esos riesgos son los que podrían diferenciarlo de un eficiente artesano con alto sentido de la estética, en un verdadero reformulador de sus tradiciones (que deberían ser más expresionismo y menos muñequitos). Acabé quedándome con la película de los últimos quince minutos, la película que no pudo ser. Mientras, la gente exclamaba sorprendida por tanta sangre y tanto sexy mechón blanco del pirata-barbero-manos-de-tijera favorito de la fantasía contemporánea.

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