viernes, 26 de junio de 2009

Elegía para el rey de plástico


Pronto llegó el momento de definirse como rockero o popero, y la ortodoxia obligaba a abjurar del negro con el guante blanco. Pero al menos el año anterior pude evadir el dogma; tiempo suficiente para desgastar el sufrido LP que casi aprendí de memoria. En mi terquedad de querer buscarle entramado narrativo al orden de la canciones, se me ocurría que iniciar con "Wanna Be Startin' Somethin''" era estar y huir de la fiesta Motown para buscar algo más, para instalarse en el centro del mundo, abrevando a veces en el sonido Beatle ("The girl is mine"), en la imaginería de cine B ("Thriller"), en la androginia new wave ("Billy Jean"), para terminar en la confesión menos espectacular por lo más íntima -y pese a todo, más negra y más honesta y más hermosa- de la olvidada pero ponedora "Lady in the Life", con ese desvarío final que ahora sólo podría comparar con el desfogue-erótico-imposible del tango "Pasional".
Pero el Michael Jackson del último track de Thriller es desconocido, inútil pensar si hubiera sido un camino musicalmente más digno, porque después le siguieron canciones políticamente correctas, pobres remedos de sus hits, y al principio fue el mesianismo de querer salvar al mundo (We are the world/ We are the children) y después la revelación de un peterpanismo-pedófilo-delincuente que creó gran cantidad de chistes malos. Y se volvió tan traidor a sí mismo, tanto plástico en su nariz y en su pigmento y en sus vestuarios marciales, que no costó gran trabajo desdeñarlo y apostarle a otras músicas quesque más honestas. De año en año volvía a surgir el viejo disco y se le oía con placer culpable; después se volvió ícono y el terrible devenir del ícono es su oficio de cascarón sin sustancia; ahora me pregunto si hacía falta que se muriera para intentar hallar algún sentido debajo de tanto silicón y tanta juguetería apesadumbrada.

II
Participo del lugar común. Hago los chistes adecuados sobre su muerte en el tuiter voraz; sólo quince minutos, insistir es estar pasado de moda (todo en tuiter dura quince minutos y después pasa de moda); actualizo El Universal y el Reforma para cazar más datos inútiles; comparo la crónica de López Dóriga con la de Alatorre y una es más mala que la otra; releo el msj que me mandó mi amigo Edgar anunciando el nacimiento de su segundo hijo: Edgar también oía a Michael Jackson aunque ahora se haga el bravucón Lira'n Roll.
Ok, llevo el cliché al patetismo. Bajo Thriller y sigue la necia reproducción desde hace tres horas, y escucho porfiado a ver si conecto con la adolescencia.
Y sí, claro que conecto. En el programa Estrellas de los Ochenta (Janet Arceo y Cinthya Klitbo de conductoras) se estrenó el video de John Landis, el famoso Thriller, y sí que dio miedo, pero sobre todo sorprendió su longitud, y sorprendía más entrar a otra dimensión de lo que hasta entonces conocíamos como canciones, porque "Thriller" trascendía sus casi seis minutos hasta convertirse en cortometraje de un cuarto de hora que transformaba a Michael de novio cursi en hombre lobo en zombie: ¿ahí debimos haber entendido que su sino sería la constante transformación? Y con él llegaron Madonna y Prince, y el otro andrógino menoscabado que fue Boy George, todos ellos cascarones camaleónicos, y para acabar pronto, voy cayendo en cuenta: los ochenta como un constante carnaval de indumentarias variables, hoy calles mojadas de Blade Runner y mañana cruces herejes de la virgen y después las lencerías de la irrepetible Apollonia de Prince y vestuarios que ahora avergüenzan a l@s chochenter@s, porque avergüenza que todo era vestuario y escenografía y plastilinas de Reagan y "Money for nothing" computarizado, y en el fondo todos éramos el afro-chatito Michael Jackson, vestuario sobre pigmentación sobre cirugía para negar nuestra negritud.
Me seducen los ochenta porque crecí en los ochenta; desconfío de los ochenta por todos los ancianos que me rodean erigiendo su flaco orgullo de los chochenta. En la perspectiva veo a los ochenta como cubos de Rubick, MTV bajando a la luna, videoclips hasta el cansancio (el placer culpable de los viajes es desvelarme en el hotel, viendo en VH1 toda esa tontera de videos), David Lee Roth con hartos colores, Cindy Lauper agredía a la vista por los tantos colores, Durán Durán ha de esconderse cuando se recuerda envuelto entre tantos colores... los ochenta como década de juguete, de juguetes, de trivias con dibujos animados y eslogans de comerciales.
Que nadie culpe el peterpanismo de Michael Jackson si todos sus escuchas lo imitamos, si los chochenteros integramos una década aniñada que sobrevive sustituyendo los muñecos de Star Wars con iphones y blackberrys que de todos modos traen videojuegos. Cada vez me pregunto más si debemos estar orgullosos de todo eso.
Pero ahora me sumo a la generación, al fatalismo, a los honores que debemos rendirle al rey muerto. Despedir, en el fondo, al niño negro descontento consigo mismo. Despedir, en la superficie, al Rey de Plástico que gobernó a su Generación de Plástico. Hay una broma elaborada: si lo incineran, ¿se imaginan la humareda de tanto silicón quemado? ¿El plástico que se retuerce y queda como manchones de grasa? Extiendan la broma hacia lo tenebroso: ese mismo humo seremos, compañeros. Humo asfixiante, negro, abundante. Lamparones de grasa con olor a aceite. Y en el fondo, poca, de verdad muy poca, ceniza verdadera.

Y bueno, como era homenaje, vaya la rola que para mí vale el homenaje:


martes, 23 de junio de 2009

El consumo del voto

Es que ya me ha pasado, cuando estoy en uno de estos sitios vacacionales como de paquete McDonalds (¿Acapulco, suena?) y por todos lados aborda un pobre promotor jovencito angustiado pero con sonrisa optimista que quiere venderte un tiempo compartido, una membresía de club de golf, una promoción de tres tellas por el precio de dos y medias, que los oigo y que pienso, pues claro, pues pobres, me hablan de todas las bellezas de su producto porque en realidad quieren su comisión, me embrujan con el espejismo de despertar mirando la playa y tomar gin tonics hasta que amanece pero en el fondo están buscando su comisión; y neta que me gustaría ayudarles, firmarles el contrato y qué importa si después me esquilman, lo importante es que ellos tengan sus pesos para abundar el caldo de papas que tan miserablemente comen, pero al mismo tiempo -y aquí lo más angustiante-, pienso que yo no tengo nada que ver con su tiempo compartido, con sus tres tellas por el precio de dos ni con su campo de golf, que me venden algo donde yo no me reconozco, que me sentiría de lo más defraudado si les acepto la oferta y después los veo irse, gandallas y rapaces, sin importarles las estupideces truchas que me han vendido, a embaucar a algún estúpido más.
Eso pasa con los votos, con los que venden votos, con los que quieren convencerme para que actúe responsablemente y cruce el logo verde amarillo azul rojo naranja: que me hablan de cosas a las que yo no pertenezco, que aluden a seguridad ingresos oportunidades y pues uno sabe que eso no existe, que con el primer bono se olvida, que uno debe hallarse la vida con las propias garras, y que las propuestas políticas no son sino estorbos demagógicos que les sirve a los que después vivirán de eso, pero no a uno que más bien debe estar pensando en cómo eludir impuestos para no dejarles todo el dinero en sus bolsillos.
También me angustia que en su discurso externo me llamen ciudadano cuando en sus casas de campaña soy target, objetivo, porcentaje, voto-duro-voto-indeciso; que sus comentarios públicos sean esta atemperada recomendación para que uno asuma serenamente sus obligaciones ciudadanas pero que en sus casas de campaña solamente estén pensando en gráficas, porciones de poder, temores por los partiditos que desaparecerán y estrategias por los partidotes que carroñearán escaños, me hace pensar que mi voto sólo es importante para legitimar sus guerras privadas, o que ni siquiera les importa mi voto para legitimar sus guerras privadas: los lugares están asignados, sus intereses están claros, y más que mi voto les importa su discurso incluyente que justificaría que se les llame partidos.
Odio que una decisión personal, tomada de hace al menos tres años, de anular mi voto, se haya convertido en campaña a gran escala, aunque me consuela lo absurdo del cometido. También, acaso, sea el único remedo de actitud ciudadana, tan así que por eso tiene desconcertado a politólogos, promotores, estudiosos, representantes idealistas de la buena democracia. Lo carente de forma angustia y remueve; la carencia de forma de los anulistas o abstencionistas se aparece como una figura extraña para las porciones políticas bien demarcadas de la partidocracia; lo entusiasmante es su halo poético; lo angustioso es que las poesías épicas derivan en fascismo y temo el día en que aparezca un líder ciudadano que agandalle esa ambigüedad antipartidista. ¿Eso sería suficiente para considerar y cruzar el logo del menos pior? Tan mexicano, siempre aspirar aunque sea a lo menos pior.
Votar por los militares panistas, por la niñita perredista, por la experiencia príista o por las franquicias, es como si te invitaran a participar en la rifa de camionetas del Tec para que sus adorados niños hagan su viaje de graduación: es mirar de lejos una fiesta en la que no participas (¿y encima uno debe elegir quién de todos usará mejores trajes o beberá whiskys más caros?).
Prefiero votar por quién es más sexy, si Megan Fox o Jessica Biel. Ahí sí lo pienso largamente. Tampoco me toca tentarles sus partes íntimas, pero al menos las veo en las imágenes del google... imágenes más estimulante que un fulano de corbata intentando venderme su paquete político all inclusive que de seguro es trucho.

martes, 16 de junio de 2009

Up, entre la aventura y la experiencia (contiene spoilers, córranle al cine antes de leer)



1: Donde el escribidor de necedades hace una introducción moninga para que el lector crea que esta composición vale la pena, aunque después descubra que nomás no,

Up (Docter y Petersen, 09) abre con un teaser conmovedor: los adolescentes Carl y Ellie que se conocen y se enamoran por la admiración compartida a Charles Muntz, un intrépido explorador semejante a Indiana Jones. Ellie ha planeado su vida en función de esas aventuras, que las apunta en un álbum: tener su casa al lado de las Cascadas Paraíso, experimentar el exotismo suramericano (¿?) y vivir rodeada de maravillas. La otra mitad del álbum está en blanco, con un enigmático título: Las cosas que me falta hacer. Carl se suma a la fantasía de Ellie, juntos confeccionan su vida alrededor de la casa y la cascada, y en imaginarlo se les van los años, no pueden tener hijos, envejecen modestamente, ahorran sin éxito para cumplir su sueño, Ellie muere, Carl se queda solo, con los proyectos sin cumplir.
Ahí empieza propiamente la película, con un anciano inofensivo y fastidiado, con un niño explorador inofensivo y fastidioso, con una casa que, para no ser demolida, se eleva con miles de globos y surca países hacia el Sur.
Up contiene casas que vuelan con globos, pájaros dodós con colores gays, perros que hablan, una cascada imposible de lo prodigiosa y las amarillentas fotos de Ellie. Ingredientes de obligado cuento infantil, pero Up traspasa el delirio anecdótico y (perdonando lo pomposo) habla de La Vida: la que se nos devela como experiencia o como aventura, la que dejamos ir, o la que agandallamos en plena curva, sin pedirle permiso. Claro, con enemigos y zepellines volando y corretizas emocionantes. Pero también:

2: Donde el escribidor de necedades aburre a sus ya aburridos lectores con alguna teoría teta del único libro de teoría literaria que ha leído en su vida
Quien quiera cometer la irresponsabilidad de escribir una novela, antes debería leer el libro La novela según Cervantes, de Stephen Gilman. Obvio que de centro habla de Don Quijote, la principal obra del español, pero que de ahí deriva en reflexiones sobre el género (aunque ese es chisme pa' después). Lo que ahora importa es su distingo entre aventura y experiencia.
Según Gelman (y él se apoya en el ensayo "La aventura" de Georg Simmel), lo que distingue a la aventura no es la sensación de peligro, sino su hermetismo. La aventura tiene un principio y un final, separados del discurrir consciente de la vida.
"Carece ésta de ese ensamblaje con los fragmentos contiguos de la vida que hacen de ella un todo. Es como una isla en la vida, cuyo comienzo y final viene determinados por sus propias fuerzas configuradoras".
Según Gelman, lo que distinguiría a esta aventura de la experiencia, es que la segunda es una acumulación de anécdotas que, hilándose, van dando la conciencia de nuestro existir:
"cada 'acontecimiento' o aventura por separado se vuelve, progresivamente, más consciente de sí misma. Como permanecen juntos [Don Quijote y Sancho], los dos hombres se sienten 'existir' en lo que acontece, y comunican de lleno ese sentimiento al lector. (...) la rápida y esquemática secuencia de antiaventuras a menudo nos sorprende, revelándonos de súbito un continuo subyacente de experiencia novelesca desacelerada y que se saborea dolorosamente en el acto de compartir"
O hablando en cristiano y (regresando al cine): las historias de James Bond (salvo la "reestructuración" de las últimas dos) o de Indiana Jones, son "aventuras" en tanto los personajes inician y terminan la historia sin que haya una conciencia sólida de lo que han vivido, acaso la satisfacción de haber logrado sus objetivos. Mientras que en una saga, aun maletona, como Star Wars, la secuencia de anécdotas infelices de Anakin Skywalker bien pueden conjuntar una "experiencia": el camino del personaje, desde su niñez hacia su muerte, hacia la experiencia del heroísmo, el mal y la redención.
Otra división semejante, y más contemporánea, la da el filósofo Galen Strawson en su trabajo "Against Narrative", que comentan brillantemente Alberto Fuguet y Franco Cavagnaro; sería imprudente sumarse a sus exposiciones. Pero en una explicación para dummies indicaría que la división de Strawson va entre las personas "episódicas" y las personas "narrativas". Las primeras sólo viven su presente; desdeñan interpretarse a partir de lo que han vivido, porque sólo el hoy es importante para reflejar conductas, identidades, formas de asumir la vida. Los narrativos, en cambio, aceptan y piden que su vida sea entendida a través de la suma de experiencias del pasado; sólo se encuentran tranquilos y sólidos a partir de esta interpretación del tiempo, que se refleja en las contradicciones, asunciones o renuncias que se hacen en el tiempo presente. Después se habla de episódicos que en realidad son narrativos y viceversa, que todos tenemos tiempos de vida episódicos o narrativos; después sigue una rebatinga que enaltece a unos sobre otros y al revés, y las discusiones pueden ramificarse tanto como se quiera.
Un silvestre comentario a una película de Pixar sólo quiere plantear la división: aventuraepisódicos vs. experiencia-narrativos. El viejo Carl se debate entre ambos polos mientras lleva su casa con globos a la Cascada Paraíso.

3: Donde el escribidor de necedades pretende cerrar su composición con cierto lirismo que roza peligrosamente con la cursilería, porque solamente así puede explicar por qué se le erizó el pellejo cuando...
Carl y Ellie se enamoran porque comparten el episodio, la aventura. Poco les importa que Carl sea demasiado tímido o Ellie hiperactiva. Las historias del intrépido Muntz les sorbe el seso y pueden contemplarse juntos durante décadas, si en el fondo de ellos permanece la cabaña al lado de la cascada. Tras la muerte de Ellie, tras el fracaso de la aventura deseada, es el viejo Carl, miope, solitario, disminuido en sus capacidades, quien se atreve a hacer lo que en su matrimonio no logró. Entonces viene la épica de la casa con globos, el odioso explorador patiño, que por acumulación de estupideces termina pareciendo tolerable; una selva Amazonas tan improbable como la imaginería gringa, pero eficiente en las necesidades argumentales de la aventura; perros que hablan, enormes pájaros de colores: una historia que se separa de la sosegada vida conyugal de Carl y se precipita al surrealismo realmaravilloso, donde lo latinoamericano sigue pareciendo territorio de aborígenes y misterio.
Por supuesto, en todo lo que ocurre mientras Carl cumple su objetivo (persecusiones, villanos, precipicios, rescates) se fraguan las maravillas y las sorpresas para los comedores de palomitas. Pero he aquí que en el momento cumbre de la peripecia, cuando todo está en contra de los héroes y parecería inminente su fracaso, que Carl vuelve a encontrarse con el álbum de Ellie. Entonces la aventura y la experiencia de Gelman, el episodio y la narrativa de Strawson, se funden y dan sentido a la historia: en el apartado de las "cosas que me faltan por hacer" de Ellie, Carl encuentra fotos amarillentas, mal encuadradas, de la vida matrimonial, de los dos en el auto, en el jardín, de los festejos de los cumpleaños. La aventura de Ellie fue la larga experiencia conyugal. Pero entonces, Carl también sabe que para honrar a la esposa muerte debe deshacerse del fardo del pasado, arrojar muebles y floreros y alcancías, incluso el mismo álbum, para poder continuar. La aventurera Ellie elige la experiencia. El narrativo Carl se inclina por lo episódico, por la experiencia del hoy.
Lo que sigue de la peli es aventura, riesgo, gringadas contra el abismo y un final obvio que no contaré. Me quedo con las dicotomías antes expuestas, que podrían trascenderse en un propósito superior: enriquecernos con las aventuras del hoy, pero sin perder de vista que su suma hacen la experiencia; tener momentos para ser islas pero también momentos para tender puentes entre episodio y episodio. Acaso, tener la sabiduría para saber cuándo optar por el episodio o por su perspectiva: saber abofetearse con la vida, también saber interpretar la vida, tiempos para acumular álbumes y tiempos para saber arrojarlos al vacío.
Entre todo eso debe crearse la identidad, que como dice Cavagnaro, "es un tema tan antiguo como el amor y la muerte"

La PD anticlimática: ¿Por qué no fueron capaces de ponerle a la peli un título en español? Ya sé, para no correr el riesgo que la titularan: "Las increíbles aventuras de un viejito loco"

La PD que propone: ¿Sería buen momento de irse armando un top ten de los Grandes Momentos del cine de animación por computadora? Entre ellos debe estar: El viejo Carl, jalando con una cuerda su casa que flota con globos. ¿Qué otros se deben agregar?



martes, 9 de junio de 2009

Yo digo que Wolverine es una comedia musical


Pero antes también digo que es fallida, como casi toda adaptación de comic, por las mismas razones de las otras: la complacencia con los fans from hell, que procura un embarrado "ingenioso" (por llamarlo de alguna forma) de las distintas historias que conforman la mitología Wolverine, y que si bien al inicio parecen convivir armónicas, al final se evidencian las capas de incongruencia, la inconsistencia para cerrar tramas, el apresuramiento para que putazo por acá, desgarre de adamantio por allá, se termine con los malos malotes más con oficio que con pasión. Y sin embargo también digo: si algo salva a Wolverine es la enorme dignidad que le da Hugh Jackman al personaje, y que no viene de la lectura fanática del comic, sino -sorpresa- de la formación de Jackman como actor de comedia musical, que le hace construir a sus personajes desde escenas individuales, en la que cada una es una canción, un despliegue coreográfico y un motivo diferenciado; Jackman no hace a Wolverine como Christian Bale hace a Batman (¿con hieratismo?) o Tobey McGuire a Spiderman (con patetismo); Hugh Jackman acaso compartirá la ironía de Robert Downey Jr. con Ironman, pero además agrega las tablas del despliegue escénico; de ahí que las escenas sean poderosas y provocadoras, aun pese al pobre remiendo de guión: es gran overture bélica cuando participa en las guerras del siglo XX junto al hermano Victor Creed (Liev Schreiber); es canción romántica (¿I don't know how to love him?) cuando Logan charla con Kayla Silverfox (Lynn Collins) y ella lo bautiza con su nombre de héroe; es remedo de West Side Story (I like to be in America) su pelea con Gambit (aunque ahí es una pena, desperdiciar tanto a tan delicioso personaje) y es atribulación de Jean Valjean de Los miserables cuando se ve traicionado por Kayla y se descubre marioneta de una intriga mucho mayor. Wolverine es una película de actor y solamente se salva por eso, por el cuidado con el que Jackman transformó, un superhéroe atormentado, en un personaje de dimensiones humanas y épicas, precisamente por su esmero musical. Eso no evita el final apelmazado, las resoluciones casi gratuitas, la sensación de desperdicio que queda al acabar la peli. Pero el buen sabor de boca lo deja Jackman, actor más importante que los papeles que ha interpretado, y que ya se le antoja verlo haciendo lo suyo (el baile, la canción engolada) en alguna adaptación cinematográfica de comedia musical (que dicen ya va armando algo con -mis suspiros visten Prada- Anne Hathaway).
No tomarse tan en serio algo tan (últimamente) amargo como los comics oscuros de los personajes oscuros puede dar resultados. En Wolverine lo da la interpretación de Hugh Jackman.